La máquina de Patxo, los ojos del veraneante

 

Apareció el último invierno, dentro de un armario de esos que todavía duele abrir, porque están llenos de pasado, llenos de objetos que parecen  esperar todavía a su dueño, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Una vieja cámara fotográfica de los años 50 no tiene ahora utilidad alguna; sin embargo, esta es, de pleno derecho, un personaje más en el payo de la memoria. Porque se trata de la máquina de Patxo, una Certex modelo Digna de 1954 que captó unas imágenes del pasado sin las cuales un montón de recuerdos habría ido a parar al armario del olvido, ese que un día se cierra y nunca más se vuelve a abrir.

            Cuando esta máquina viajó por primera vez a Valdivielso, Patxo era un hombre joven que un par de años atrás había estrenado el lujo de poder pasar su mes de vacaciones en el campo, rodeado de unas gentes y un paisaje que desde el primer momento le habían cautivado. De niño, antes de la guerra, había disfrutado de algún veraneo con sus padres y hermanas en San Vicente de la Sonsierra, porque la familia gozaba entonces de una buen posición económica. Esto último se debía a que, tres meses después de nacer el único hijo varón, su padre jugó en la Lotería de Navidad una participación del número 46.460, y este resultó ser el premio gordo. Cobraron 187.500 pesetas, que en el año 1922 eran un buen capital.

            Pero el padre de Patxo murió en noviembre de 1936, y entonces empezaron los años de penuria para un adolescente de catorce años que se convirtió de repente en el hombre de la familia, la única esperanza de sustento para una madre viuda y tres hermanas, una de las cuales padecía una severa discapacidad física y psíquica. En los años que todavía duró la guerra y durante la posguerra, la madre de Patxo fue malvendiendo las pocas pertenencias que tenían, con el fin de mantener a la familia y conseguir que el hijo varón siguiera estudiando. Patxo terminó el bachillerato, se hizo practicante y a los veinte años ya estaba trabajando en el Hospital de Basurto, haciendo curas en el pabellón de enfermedades infecciosas, un lugar que otros más veteranos que él preferían evitar. Tal vez el hecho de haber contraído y superado el tifus unos pocos años antes, le sirviera entonces para tener buenas defensas, pues nunca tuvo problema alguno. Al mismo tiempo comenzó la carrera de medicina, acudiendo a Salamanca para examinarse como alumno libre.

Fueron los años del hambre para una familia que no podía permitirse comprar alimentos en el mercado negro. La situación fue aún peor cuando Patxo tuvo que dejar de trabajar para incorporarse al servicio militar obligatorio en 1943. La mili interrumpió también sus estudios, pero los conocimientos de medicina que ya había adquirido le permitieron fingir a la perfección una diabetes insípida que le libró definitivamente del servicio, después de más de un año de vegetar en un búnker de artillería antiaérea en la costa guipuzcoana, donde se vivía en un estado de alerta permanente por posibles ataques aéreos, sin que se supiera a ciencia cierta si el peligro podía provenir de la aviación aliada o de la alemana. Lo bueno fue que jamás pasó por allí un avión.

            Patxo solía decir que la vida siempre es soportable, e incluso buena, si se tiene ilusión por algo. Durante aquellos años de temprana juventud, sus ilusiones eran fundamentalmente comer, estudiar medicina y cantar. Esto último le sirvió a veces para lo primero, pues Patxo tenía una bonita voz de tenor y un oído excelente, por lo que le quedaban muy bien las romanzas de zarzuela e incluso se atrevía con algunas arias de ópera. Nunca fue cantante profesional, pero sí solista en un coro que recaudaba propinas para organizar meriendas. Durante la mili tampoco le faltó alguna criadita de casa rica que, de vez en cuando, guardaba una cazuela de cocido con tropiezos para dársela a aquel chico tan guapo que le cantaba bellas romanzas. Por cierto, las cazuelas de cocido volaban dentro de una cesta que se deslizaba gracias a un polea de tender la ropa. Y lo más exótico es que el cable de esta polea, tendido frente al mar Cantábrico, iba desde la casa de los ricos del pueblo hasta el vecino búnker antiaéreo, donde los artilleros observaban ansiosos el vuelo de la cazuela, y luego el sanitario cantaba “Costas las de Levante”, “Sasibil, mi caserío” o “Maitetxu mía” a pleno pulmón mirando con ojos tiernos la ventana de la generosa muchacha.

            Lamentablemente Patxo tuvo que abandonar la carrera de medicina tras terminar el tercer curso, cuando en la facultad le exigieron que hiciera las prácticas en Salamanca, lo cual le resultaba imposible sin renunciar al trabajo que tenía en Bilbao.Pero nunca perdió la ilusión de seguir estudiando y, tan pronto como pudo acceder a la recién creada Facultad de Medicina  de la Universidad del País Vasco (entonces llamada Universidad de Bilbao), Patxo consiguió terminar la carrera en poco tiempo, saliendo con la primera promoción y con unas notas impresionantes, pero, eso sí, un poco tarde para él, a los cincuenta y un años de edad.

            Al joven Patxo le resultó sin duda muy dura la renuncia a sus estudios, aunque para entonces habían surgido otras ilusiones en su vida: se había enamorado de la bella hija de un valdivielsano, se casó con ella y volvió a veranear como un señorito. Al mismo tiempo se acabó para él lo de pasar hambre, no solo por el final del racionamiento, que fue suprimido justo el año en que él se casó, sino también porque se trasladó a vivir a casa de sus suegros, Valentín y Juana, donde había despensa valdivielsana y cocinera de élite.

            En el magnífico escenario de su mes de veraneo, Patxo continuó buscando cosas que le hicieran ilusión, como la fotografía, la acuarela, la pesca, injertar frutales, experimentar con abonos, … y todo ello sin dejar de cantar, consiguiendo en ocasiones causar una honda emoción a su suegra, Juana, a la tía Feliciana, a la tía Andrea, a la prima Cari, etc., dándose el caso muy frecuente de que estas románticas señoras, un público entregado a más no poder, acabaran llorando a mares al oír las penas de un emigrante o la desesperación de un amor imposible, temas estos que Patxo bordaba, cantándolos con su hermosa voz y con mucho sentimiento. Menos aceptación tenía si la cosa iba de ópera, por eso de que la letra no se entiende, y que a veces el canto conlleva inevitablemente más potencia de voz, en cuyo caso Juana solía decir: “Patxo, sal a cantar a la solana, que estarás más fresco”. Y es que incluso una suegra tan paciente como Juana podía ser a veces poco comprensiva, sobre todo si el yerno revelaba fotos en la despensa de los huevos, fabricaba cebos pestilentes para la pesca, limpiaba los pinceles con el agua del botijo… “Llévate esos pinceles al pilón, Patxo, y de paso me subes dos baldes de agua…” Pero la relación entre ambos siempre fue excelente.

            En ocasiones tampoco fueron muy comprensivos algunos vecinos que se acercaban a ver qué hacía el bilbaino en plena calle llenando de colores un papel clavado en una tabla. Que la vaca atada junto a la puerta de Mesio pareciera un buey, o que la higuera de Rafael se hubiera desplazado a la huerta de otro vecino, eran cuestiones que podían despertar suspicacias, pero los afectados acababan aceptando resignados los alegatos de Patxo sobre la libertad del artista, porque al fin y al cabo este no era del pueblo, y ya se sabe que los de fuera tienen que ser un poco raros.

            Otro debate famoso era el que empezaba con lo de “¡C- - o! ¡Qué bien vives, Patxo!” y obligaba al veraneante a aclarar que él era un pluriempleado que trabajaba catorce horas diarias durante once meses al año, y no solo durante tres meses como los labradores. Esta discusión solía ser bastante estéril, igual que el debate favorito de Patxo, el de la cooperativa, que siempre terminaba con la pregunta retórica: “¿Para qué vamos a cambiar, si siempre hemos vivido así?”

            En cuanto a las incursiones de Patxo en las labores agrícolas, su suegro Valentín se las tomaba inicialmente con cierto escepticismo. Patxo era un apasionado teórico de la poda, los injertos y los fertilizantes, pero no agarraba una azada ni por equivocación. Presumía de haber estudiado agricultura como asignatura en 6º de bachillerato (conservo su libro, editado en 1938) y de saberse al dedillo un excelente manual sobre cultivo de árboles frutales (que no conservo, salvo que me lo devuelva un amigo al que hace años se lo presté). Sin embargo, a pesar de tanta ciencia, Valentín no se fiaba de los proyectos teóricos de injertos y no tenía claro que su yerno pudiera valer para esos menesteres. Sus recelos empezaron a ceder cuando le vio hacer los cortes y poner las vendas con la habilidad y la destreza de un auténtico cirujano, y sobre todo cuando aquellos injertos, junto con unos abonos que Patxo preparó haciendo extrañas mezclas, produjeron finalmente en la finca de Rasillos unos abrideros colosales.

            El veraneante también se ganó un respeto en el pueblo con el juego de bolos, que se practicaba los domingos después de misa y que a él no se le daba nada mal. Por otra parte, como aficionado a la lectura, visitaba con asiduidad la biblioteca de Quecedo y recibía prensa bilbaína de manos de su gran amigo Chenchu, el cartero.

            Muchas más son las cosas que podría contar sobre Patxo: su gran afición al teatro, heredada de su padre; su pasión por el Athletic de Bilbao, del que era socio desde los siete años y al que nunca dejó de animar, incluso cuando, como él decía, los jugadores no eran ya de la estirpe de Zarra. Además fue siempre un gran bailarín y, cuando se marcaba un tango, un boogie, un bolero o un foxtrot con Mertxe, su esposa y fiel compañera, las demás parejas solían dejar de bailar y formaban corro para contemplar la exhibición.

            Patxo fue un hombre austero, pero sabía disfrutar la vida. Era muy religioso, pero aborrecía la beatería. Practicaba la solidaridad y detestaba la caridad pública. Tenía muy buenos amigos y nunca supo de enemigos. ¿Algo negativo sobre Patxo? Sí, que nunca reveló demasiado bien sus fotos y que podía haber hecho algunas más en Valdivielso. Su máquina sigue ahí, pidiendo más uso, pero pasaron ya los tiempos del carrete de celuloide. Todo cambia. Ahora podemos hacer cientos de fotos con nuestras máquinas digitales. Pero ya no podemos retratar el valle que conoció aquel veraneante, porque Valdivielso ha cambiado. Al igual que Patxo, aquello solo vive ya en el recuerdo, que no es poco.

 

Epílogo

─Un suceso trágico con algunos datos imprecisos.

Esto sería alrededor de 1970, año arriba, año abajo, porque Patxo tenía ya su primer coche, un seiscientos de dos puertas, con el que hicimos amplios recorridos por el valle. Era domingo de verano, hacía mucho calor, y estábamos por Valle Arriba, con intención de irnos rápidamente a Puentearenas, para darnos un baño y comer allí. Sería ya como entre las dos y las tres de la tarde cuando paramos a comprar pan, supongo que en Quintana, y, a poco de ponernos de nuevo en marcha, salió un hombre joven a la carretera agitando los brazos y pidiendo auxilio. Bajó Patxo del coche, y yo con él, para seguir al hombre, que nos llevó detrás de unos arbustos, a un lugar situado a una distancia de apenas cuatro metros de la carretera, a la orilla del río, y entonces vimos el cuerpo de un hombre mayor flotando boca abajo sobre el agua, que allí era muy poco profunda. Lo sacaron del agua y lo pusieron sobre la hierba al borde de la carretera. Lo primero que pensé fue que estaba muerto y que no había nada que hacer, pues el rostro del hombre tenía ya un color grisáceo. Pero Patxo se puso inmediatamente a presionarle los costados y el pecho, e inició un masaje cardíaco, al tiempo que le decía al hombre joven que se fijara bien en cómo se hacía, porque él tenía que ir a la farmacia, a Puentearenas, para conseguir algún fármaco que ayudara a la reanimación. En cuanto comprobó que el hombre joven usaba bien las dos manos para dar unas series de golpes rítmicos sobre el corazón del hombre mayor, Patxo se subió al seiscientos, arrancó como en las películas, levantando con los neumáticos la gravilla del suelo, y partió a una velocidad que nunca me hubiera imaginado para un seiscientos. Volvió al poco tiempo, trayendo Coramina y también una jeringa con la que inyectó el fármaco directamente en el corazón de aquel pobre hombre. Prosiguió a continuación con los masajes, pero desgraciadamente todo fue inútil.

Lamento mis imprecisiones a la hora de narrar este trágico suceso, pero lo único que ha quedado en mi memoria es prácticamente lo que acabo de contar, junto con la angustia que me vuelve cada vez que me acuerdo de aquello. Sé que el hombre joven era pariente del mayor, pero no recuerdo si era hijo, yerno o sobrino. Sí recuerdo lo que explicó: que estaban en una comida familiar y que el hombre mayor se había ausentado para ir a buscar unas botellas de vino que había dejado refrescándose en el río. Y que, al ver que tardaba mucho en volver, él había salido a buscarlo. No recuerdo si acudió más gente, aunque supongo que alguien estaría intentando avisar al médico. No sé si habría un teléfono cerca. Recuerdo que Patxo explicó después que, en su opinión, el hombre no se había ahogado, sino que había caído al agua tras sufrir un infarto o algo parecido, probablemente por meter los pies en el agua fría tras una comida copiosa. O sea, que la muerte habría sido instantánea antes de desplomarse, por lo que no había respirado agua. Tal vez la fatalidad hizo que el tiempo transcurrido entre el accidente y el rescate fuera demasiado largo para que la reanimación resultara efectiva, o tal vez aquello era en cualquier caso irreversible.

            Supongo que Patxo hizo todo lo que se podía hacer en un caso así, porque él estaba acostumbrado a hacer reanimaciones. Trabajó durante muchos años en el botiquín de una fábrica donde, por desgracia, no eran infrecuentes los casos de trabajadores electrocutados o asfixiados por gases. Hay que tener en cuenta que en los años 60 eran todavía muy precarios, o más bien inexistentes, los métodos de prevención de riesgos, sobre todo porque en aquellos tiempos los intereses económicos de las empresas primaban brutalmente sobre cualquier otra consideración. Recuerdo que, cuando había un accidente mortal en la fábrica, Patxo volvía a casa hundido y derrotado, y que fue de los primeros en sacarse un título de técnico en medicina del trabajo y prevención de riesgos (o algo así), uno de los inventos del régimen para lavar conciencias empresariales, y que a Patxo le sirvió para poder mandar escritos al consejo de administración de la fábrica, el cual aprobó finalmente, después de dar muchas largas, la compra de un par de equipos de botas y trajes aislantes, algunas mascarillas, un casco para cada obrero, y poco más. La pericia y la rápida intervención de los sanitarios siguió siendo durante mucho tiempo el principal factor de seguridad.

            En el caso desgraciado de aquel espléndido día de verano, la pericia por desgracia no sirvió para nada. Solo puedo añadir que con los dieciséis o diecisiete años que tenía yo entonces, nunca antes había vivido un hecho tan triste y angustioso. Aquello me impresionó mucho, y quizá supe entonces por primera vez lo que es la impotencia ante las jugarretas del destino, sobre todo porque fue a mi padre aquien vi impotente. Creo que no oí decir, o al menos no recuerdo, quién era el fallecido, ni a qué familia pertenecía. Pero sé que alguna familia valdivielsana recordará todavía aquello con enorme tristeza, una tristeza de la cual he guardado yo al menos un trocito en esa parte de la memoria que habita en el fondo del corazón. Aunque han pasado muchos años, quiero mandar a esa familia un abrazo muy fuerte.

 

 

Mertxe García Garmilla