Y más en tal valle

 

 

Este niñito rubio, en pie delante de un montón de gavillas, está lanzando  una protesta, y podría ser un símbolo de la agricultura en nuestro país: ¿cómo no va a clamar a voz en grito, si le han dejado en pañales y con un bote de talco en la mano para que se calme él mismo las escoceduras? Lo mismito que el agro ibérico. Como un Cupido expoliado que ya no dispone de flechas con las que alcanzar el corazón de las autoridades competentes, el niño adivina lo que va a suceder en el valle.

 

Y es que, los que tenemos ya unos añitos, recordamos un vergel lleno de frutales, huertas de regadío y fértiles campos de secano. Recuerdo sobre todo el mes de julio y todo aquel trajín de gente que iba y venía, atareada con la recogida de la cereza, la siega de los cereales, el trabajo de arrancar las legumbres, la trilla en las eras… Traían las cosechas en carros tirados por bueyes, o en burros, a los que solo se les veían las orejas y el hocico, porque iban sepultados bajo un ramaje de habas, yeros o garbanzos. Otras veces, estos sufridos animales aguantaban como podían las cajas de cerezas que les habían colocado a los lados y encima del lomo, como pirámides, y mantenían con gran mérito el equilibrio sobre sus pequeñas pezuñas que resbalaban contra las piedras. También sus dueños trabajaban todo el día, de sol a sol, con los pies clavados en los travesaños de las escaleras y el cuerpo estirado para alcanzar bien las ramas y recoger el fruto con delicadeza. El cansancio se reflejaba en sus rostros cuando, al anochecer, rodeados de cajas de cerezas esperaban en la carretera a los camiones que se las llevarían. La alegría por la tarea terminada se convertía en gesto de resignación cuando echaban cuentas y veían lo poco que les pagaban por tanto trabajo y por aquella fruta, que era de una calidad excelente.

 

Sin embargo, la producción de guindas, que era mucho más reducida, se destinaba principalmente al consumo propio. Las espléndidas guindas garrafales, oscuras y turgentes, se ponían a macerar en orujo o en anís seco, y daban un licor riquísimo. Eran extraordinariamente aromáticas y no tan ácidas como las guindas zapateras, que solo servían para que los niños tuviéramos problemas intestinales y acabáramos sufriendo la horrible tortura de la lavativa que nos administraba la abuela, al tiempo que decía: “Estos chiquillos no escarmientan.”

 

Pero los chiquillos disfrutábamos mucho participando a nuestra manera en la enorme cantidad de actividades que se realizaban en el pueblo y que convertían el veraneo en una experiencia inolvidable. Además de montar en los burros y en los carros de bueyes cuando estos iban de vacío a las fincas, esperábamos luego ansiosos el momento en que volvían con la carga y se soltaban las gavillas, esparciendo las cosechas en las eras y formando así las parvas. Antes de la trilla, las parvas de cereales eran unas colchonetas formidables para nuestros saltos y volatines. Luego venía lo de subir al trillo y dar vueltas y vueltas, siendo nosotros mismos el peso que ayudaba a que las lajas de piedra insertadas en la parte de abajo del trillo desmenuzaran la paja y obligaran a las espigas a soltar el grano o hicieran que las vainas de las legumbres se abrieran. Cuando se trillaba con caballos o machos, a los niños no nos dejaban montar en el trillo, porque este iba a mucha velocidad y solo los hombres fuertes podían manejarlo. Uno iba de pie sobre el trillo llevando las riendas,  y otro controlaba a los animales tensando una soga desde el centro de la era. Era emocionante verlo, y aprendíamos mejor que en los libros lo que es la fuerza centrífuga. Cuando se trillaba con bueyes era todo lo contrario, y a veces nos aburríamos un poco por lo lentos que eran. Lo que más nos gustaba era el sistema de uncir juntos un burro y un macho, porque eso daba bastante velocidad al trillo, sin hacerlo peligroso.

 

A mediodía se comía en la era, una especie de “picnic” por todo lo alto, y por la tarde, después de una siestecita, se hacía la parte más sucia y polvorienta de la trilla, que era la tarea de beldar, con unas máquinas, las beldadoras, que echaban el grano limpio por la parte delantera hacia abajo y lanzaban la paja por detrás y hacia arriba con un polvazo tremendo. Si el grano no salía muy limpio, las mujeres lo aventaban con unas cribas, para luego meterlo ya en los sacos. Cuando coincidía que se trillaba el mismo día en varias eras, lo cual era muy frecuente, se notaba el polvo en el aire por todo el pueblo, y el sol, cuando estaba ya bajo, lo iluminaba de través y había una luz preciosa. Lo malo era que acabábamos todos sucísimos, sobre todo si la parva había sido de habas, porque las condenadas manchaban de negro y al final parecíamos todos unos carboneros. Como en casa no había agua corriente, lo mejor era bajar al río a darse un baño, o meter los pies en la agüera e improvisar una ducha echándonos botes de agua por todo el cuerpo. El pelo no se manchaba porque para la trilla se cubría bien con pañuelos y sombreros.

 

En cualquier caso, el baño había que hacerlo antes de que llegara la “berea”. Se llamaba así a la gran manada que formaban todas las vacas del pueblo, junto con algún buey que no estuviera trabajando. A partir del comienzo del verano, estas vacas salían  del pueblo al amanecer, para ir a pastar, y volvían antes de anochecer para ser ordeñadas y quedarse en los establos hasta el día siguiente. Se anunciaba su llegada a gritos, para que nos metiéramos todos en los portales, porque estos animales, lo menos un ciento, bajaban por la calle en manada compacta, empujándose unos a otros y corneando a diestro y siniestro, ansiosos por saciar su sed en el pilón o en los lavaderos. Vista desde la solana, la berea era un espectáculo impresionante. En cuanto al nombre, resulta cuando menos curiosa la coincidencia de que, en vasco, “aberea” signifique “ganado vacuno”.

 

A los niños estas cuestiones etimológicas nos importaban bien poco. Y a los mayores lo que más les preocupaba era que la fruta, el cereal, las legumbres y la leche pudieran ser rentables. Pero de esto es lo más complicado, y hablaremos de ello en otra ocasión. El niño de la foto sigue gritando. Y más en tal valle…

 

 

Mertxe García Garmilla