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Los veraneantes del 55 dejaban el Bilbao tremendamente contaminado de aquella época, lleno de humos y carbonilla, para ir a un valle lleno de luz, aire limpio y deliciosos olores del campo. Se bajaban del autobús de línea en Valdenoceda, bastante mareados, y allí el coche de Celestino, un modelo de antes de la guerra, los recogía y los llevaba por la carretera empedrada de entonces, entre traqueteos y ruidos de chapa, y los iba repartiendo por los pueblos de destino.
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Al ver el pueblo, los veraneantes del 55 sentían una alegría inmensa. Los vecinos, que entonces eran muchos, salían a saludarles, y algunos les acompañaban hasta la casa, ayudándoles con las maletas y los numerosos bultos.La casa olía a madera, paja y manzanas; las sábanas tenían el aroma del gomenol y el espliego que se ponía en los armarios; la comida sabía a gloria. Los niños se dormían pensando que al día siguiente, en cuanto desayunaran los torreznos y aquella leche que sabía a vaca, irían a la fuente del pilón a llenar botijos y cubos, para que en la casa no faltara el agua; y luego se bañarían en el río; o pescarían cangrejos en los arroyos de la Tesla; o se montarían en el burro o en los trillos; harían presas con barro y piedras en la agüera, para que el regante de turno se quedara en seco; cazarían un sapo, para metérselo en la cama al hermano o al primo; o espantarían calle abajo a las gallinas de la vecina; o cogerían "prestadas" unas fresas en la huerta del cura. El veraneo había comenzado.
Mertxe García Garmilla
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