"Bajar al río era toda una excursión, ya que había que caminar casi media hora. Salíamos del pueblo en dirección sur, pasando junto a la iglesia, para seguir luego el camino que cruzaba las fértiles huertas situadas en torno a la Fuente del Prado, y subía por la agreste Lomanilla, donde se respiraba el aroma de una vegetación de orégano, tomillo, espliego y gomenol. Bajando de la Lomanilla, se llegaba a Rasillos y, al pasar por aquellas fincas, gracias a la enorme cantidad de árboles que en ellas había, se podía hacer provisión de fruta fresca, propia o ajena, al gusto del viandante. Por último, el camino atravesaba la zona de terreno pedregoso donde estaban plantados los viñedos, y así llegábamos por fin a la ribera del Ebro. Esta expedición la realizaba toda la familia, convertida en una larga hilera de porteadores cargados con bolsas, capazos y cestos, pues la idea era pasar el día en el río. Después de los baños de agua y sol, el campamento se trasladaba a la chopera. Platos y vasos de estaño, fiambreras, termos y botellas invadían el mantel que se disponía sobre el suelo, a la sombra de aquellos árboles tan altos cuyas hojas verdes y amarillas tamizaban la luz, al tiempo que sus ramas se agitaban sin cesar, con un suave susurro, movidas por la brisa que siempre se sentía en aquella zona de la ribera. En tal ambiente, como es lógico, el almuerzo iba seguido de una apacible siesta que a veces se prolongaba hasta la hora de la merienda".
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