La casa de Quecedo tenía de todo, pero no había salón, porque el lugar donde nos reuníamos era la solana. Allí se leía, se cosía, se pintaba, se charlaba y, en vez de mirar la televisión, que entonces no existía, contemplábamos el castillo de Toba, que en la lejanía parecía más entero que visto de cerca y nos daba pie para inventar historias fantásticas de damas y caballeros de antaño. En cuanto a los informativos, estos corrían a cargo de los vecinos que pasaban por la calle y, al oír voces en la solana, saludaban y se paraban a comentar las últimas noticias del pueblo, el pronóstico meteorológico y el estado de las cosechas.
También teníamos un payo (o desván) donde estaba el taller del abuelo Valentín, que lo mismo hacía cunas y sillitas para los nietos, que arreglaba zapatos y sandalias de toda la familia. Desde el amplio tragaluz del payo había una vista preciosa de todo Quecedo. Las manzanas y las nueces almacenadas aromatizaban el ambiente con un olor delicioso. [ Seguir leyendo]
Mertxe García Garmilla
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