Que complicado se me hace hablar de dos muertes tan distintas en una misma entrada. Ismael de Quecedo y Sabina de Condado murieron ayer. Cuando despedimos a nuestros mayores lo hacemos con pena, una pena atenuada cuando la gente se va después de una larga vida, de una vida plena. Ismael es un ejemplo magnífico. El pasado diciembre celebramos sus 103 años cantando al teléfono mientras nos hablaba del fiestón que le habían preparado. Hoy, además, le imaginamos con Humildad, su amor de toda la vida, en ese lugar en el que tanto nos cuesta creer.
Lo de Sabina duele entenderlo, asumirlo, admitir que sea cierto. Maldecimos al mundo, injuriamos al encargado de vidas, a la dama de la guadaña, al señor de la muerte. Volvemos a pensar, como cada mañana al ojear la prensa, cuan injusto es el mundo. Con Sabina hablé pocas veces, más allá del saludo, su sonrisa discreto y su mirada limpia me lo dijeron casi todo. Imaginé que algún día habría tiempo de hablar, cuando la vida quisiera, no había prisa. Hace poco pensé " a ver si paso por el chiringuito de Valhermosa". Voy tan poco a los bares que no me dio tiempo. Uno imagina vacíos pero pocos tan grandes como el que ella deja en su casa, como el que deja a los suyos. A sus hijos los conocí antes que a ella: los enfados de Rubén en el fútbol, la sonrisa y el pelo rojo de Rebeca. Me los imagino diciéndole a Torines lo que escuchaba bajando La Mazorra y pensando en ella : "Papa, la casa huele a mama". Nadie más que ellos la echarán de menos pero Valdivielso anda tan necesitado de buena gente que hoy cuesta levantarse para dar los buenos días.
Recuperamos la conversación que con Ismael y Humildad tuvimos, hace años, en su casa de Quecedo.
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Humidad e Ismael de nuevo juntos Marzo2017 |
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